Todo pasó rápido para mí. Ahora estoy en el aeropuerto de Helsinki, esperando las conexiones para volver a la Argentina, y cuando miro las fotos de los últimos 10 días, me parecen de un viaje que no hice. ¿Puede ser?
Durante los viajes, tengo extraños momentos de reflexión. Extraños por el contenido, pero también porque suceden en cualquier instante y lugar. En Bugønyes, entro a un supermercado, hago unos pasos por la primera góndola y veo una caja con Tom (el compañero de Jerry); no sé qué tiene adentro la caja, pero ahí está el gato. Un segundo después pienso en Anita, mi sobrina y ahijada que acaba de cumplir 12 años. Ella y mi hermana me están cuidando la casa. Mientras avanzo por las góndolas, pienso en que, cuando llegue, voy a pintar el frente de la casa; desde que me mudé, hace diez años, que no pinto esas paredes. También pienso en Ivy, mi perra. Con Anita la encontramos en la calle; estaba asustada y muy flaca. Al principio, pensamos que tenía dueños y que se había perdido; publicamos su foto por diferentes redes sociales, pero nadie la reclamó. Así que vive conmigo desde hace un año y medio. Y la extraño. La voy a llevar a bañar cuando vuelva.
Salimos del supermercado y ya no pienso más en mi vida en Muñiz. El frío me devuelve al aquí y ahora: en la costa del Mar de Barents, cinco de la tarde y completamente de noche. Nos vamos a la casa que alquilamos y nos refugiamos del frío. Pasamos un rato cargando baterías y actualizando contenido en redes sociales, y cerca de las 19, Hernán dice, con poca fe (según mi parecer), que va a ver si hay alguna aurora boreal afuera. Le digo que me espere, que voy con él. Y, finalmente, Cristina también viene. Por las dudas, me llevo el equipo de fotografía preparado. Resulta que, cuando llegamos a una especie de acantilado desde que se ve el golfo, el pueblo y el cielo, la aurora boreal ya bailaba sobre nosotros. Otra vez me abstraje tanto que se me enfriaron las manos hasta el dolor. Le tuve que pedir a Hernán que me reemplazara controlando la cámara. Fui al auto, recuperé temperatura y volví a salir.
Es raro el presente porque sólo en el futuro le damos un valor determinado. En ese momento de la aurora, estuve fascinado. Pero dos días después, ya en el viaje de vuelta, Barun, un nepalí que vive en Finlandia, vio las fotos y me dijo: «¡Qué suerte tuvieron! Eso es una Corona. Se produce cuando la aurora se extiende de un punto cardinal a otro, por todo el cielo». También dijo que se da pocas veces y que, cuando alguien ve eso, queda marcado espiritualmente para siempre. No sé… Esa noche tuvimos una charla muy dura en el grupo de trabajo. Nos peleamos, discutimos, hablamos en paz y nos amigamos. Los viajes son tan enseñadores… No sé si está bien dicho. No es que los viajes sean educadores ni didácticos. Te enseñan. Además, te ayudan a conocerte mejor. Claro que hay que tener ganas de conocerse mejor porque, muchas veces, lo que uno ve no es del todo alentador. En mi caso, vuelvo a confirmar que mi intolerancia es absoluta, que me cuesta mucho convivir con personas que no tengan mi nivel de empatía (ojo: ni mejor ni peor). Yo, que me creo tan empático. Pero eso decía: los viajes me ayudan a conocerme. Ahora entiendo mejor que prefiero viajar solo. Para qué hacerle pasar mal rato a los demás. Para qué hacérmelo a mí. Bueno, ojo, que también me di cuenta de que, después de tantos años de viajar por trabajo (unos veinte, aproximadamente), me he llevado diez puntos solamente con una persona: con mi amor. Mariela y yo somos tal para cual en la vida, y en los viajes. Siempre con amor. Siempre.
Antes de que el avión despegara de Rovaniemi para Helsinki, una grúa se acercó a las alas, y un hombre las roció con un anticongelante. El frío en estas regiones, dentro del Círculo Polar Ártico, es extremo. Hace unos días, mi hermana que contaba que en Muñiz (Buenos Aires, Argentina), hacían casi 40 grados (sobre cero). Y a mí me vuelve loco vivir estos contrastes. Ver cómo viven las personas que viven (puse los viven juntos a propósito) tan lejos de mi casa. Obviamente, pasan mucho tiempo dentro de sus hogares. Algunos, como la familia que nos hospedó en Rovaniemi, se lanzan en un sillón a ver tele durante todo el día. Aunque personas menos preocupadas como Elsa, quien nos hospedó en Bugøynes, van y vienen a pesar de que afuera haga menos 25 grados centígrados. Un día, Elsa nos invitó a su casa a tomar el te. Fuimos a las siete de la tarde (puntuales), pero a pesar de que golpeamos y la llamamos por teléfono, no nos atendió. No sabíamos bien qué pensar. «Es de Noruega, debe de ser una persona correcta y puntual. ¿Qué le habrá pasado», pensaba yo. Resulta que Elsa estaba haciendo un pastel cuando fuimos y no escuchó la puerta ni el teléfono. Antes, me había contado que, unos años atrás, visitó Buenos Aires y las Cataratas del Iguazú.
Nos acaban de avisar que el vuelo a Barcelona está demorado unas dos horas. Extraño a la cara de mi viejo, la pascualina de mi mamá, a mi hermana, los chistes que me hace mi sobrina, mi cama, mi mate, mi cuadra, a Ivy, a Marie y las cenas en lo de Diego y Lichi. Extraño la rutina. Pero, después de tanto viajar, ya me conozco. Cuando llegue, estaré pensando en el próximo viaje. Bueno… en verdad, ya lo tengo pensado. ✪