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Una erupción mil años atrás

Una cabalgata al pie de un volcán sagrado, recorriendo un bosque también sagrado. Cuatro días para darle la vuelta al lago Paimún, en lo profundo del Parque Nacional Lanín. Esta travesía esconde un secreto milenario y, para descubrirlo, el guía Augusto Gorchs propone una fórmula infalible: andar liviano, dormir al sereno, llenarse de humo al lado de un fuego y hacer silencio. Crónica de una visita al Pijañ Mawiza.


Escribe y saca fotos Guille Gallishaw

Debajo de una boina de lana gris, Augusto protege lo que el pelo hace tiempo no protege. Lleva puesta una camisa veraniega, de un verde apagado con rayas violáceas y rojizas, como las que estaban de moda en los ‘90s. Pantalones de color indefinido (¿son grises tirando a verde?), con algunas manchas que el lavarropas ya no logra sacarles. En los pies, alpargatas azules. La boina, siempre de costado. Hay un gesto recurrente: una casi sonrisa, con la boca cerrada, estirada hacia un lado y la cola de las cejas que le achina los ojos. Gesto pícaro, como si estuviera pensando algún chiste, o alguna fechoría. Hubo un tiempo de su niñez en el que sus padres lo llevaban a él y a sus hermanas y hermanos de viaje en una Estanciera. Todo era rústico, campamentero, sin lujos, con los pies sobre la tierra (tierra con minúscula). Eran los ‘80 y la familia pasaba varios días a bordo de la Estanciera Rural hasta llegar a destino, que podían ser los Valles Calchaquíes o la Patagonia Sur. Dormían en carpa, se cocinaba haciendo un fuego y se exploraba. Por sobre todas las cosas, se exploraba. Eran los tiempos de los mapas de YPF y las rutas de ripio, y para llegar a algún lugar por fuera de los cascos urbanos, había que pedir indicaciones a algún lugareño. Las vacaciones podían durar un mes. O dos. Después volvían a su casa en Beccar.

El tiempo pasó y Augusto venció el mandato de estudiar una carrera universitaria y de armar una vida en la ciudad. Empezó a trabajar como guía de cabalgatas en Mendoza y después, sin escalas pero con muchas dudas, se instaló en San Martín de los Andes. Se casó con Sole y se fueron a vivir a una casa diminuta en un rincón de la ciudad. Allí siguió trabajando de guía para una agencia, hasta que se independizó. Desde ese entonces, organiza travesías en canoas canadienses, cabalgatas y ascenso a montañas de la región. Y todas sus salidas tienen un sello: el espíritu de aquellos viajes iniciáticos con su familia.

El 5 de enero de 2023, el hombre de la boina de lana gris ajusta los preparativos para la primera cabalgata del año, en un sector del Parque Nacional Lanín. Ese mismo día, salgo en auto desde Muñiz, en el conurbano bonaerense, para participar de esa cabalgata.


El camino de la mentira   

Desde el infierno romantizado del conurbano bonaerense hasta el silencio hegemónico de la patagonia andina hay un asfalto de 1543 kilómetros que, a veces, lo imagino como un túnel que te absorbe. La autopista del agite (la Gaona, la del Oeste), te lleva en un suave degradé desde el hormigón y la cartelería frenética, hasta los remansos verdes del entorno lujanero. La señal de FM se va en fade y, cuando se corta, estás pasando Mercedes por la RN5. Acá empieza el viaje de una sola mano, con camiones, cosechadoras, rotondas, lagunas, vaquitas, cascos de estancia y cámaras de control de velocidad. Cuando aparece el Casino de la Capital de La Pampa, hay que doblar a la izquierda, pasar por los últimos bosques de caldenes que quedan en pie, hasta doblar a la derecha y encarar el Camino de la Conquista del Desierto.

Si lográs cruzarlo, serás como Roca, lo habrás conquistado.

El nombre chorrea un marketing antediluviano. Hubiera estado bien poner un museo interactivo en el medio (en Chacharramendi o en La Reforma), donde se cuente que, en realidad, esto no es un desierto, que acá vivían tribus rodeadas de bosques de caldenes y cursos de agua, y que Conquista es una palabra usada por el extranjero, el que vino de afuera; que los de acá lo llaman de otra forma. O sea, ni Conquista ni Desierto. Poner un lindo museo, con un barcito, aire acondicionado, merchandising, guías de turismo locales. 

Ahora estoy manejando solo (sin tilde) por la ruta que va desde General Acha hasta Colonia 25 de Mayo. Un cartel te da la bienvenida: Camino de la Conquista del Desierto; a continuación, esa recta que parece no tener final. Por las ventanillas veo miles de hectáreas de vegetación rala y resistente. Este paisaje se ve así, en parte, por el desastre que provocaron las represas de El Nihuil, en Mendoza. El dique fue construido en 1947 sobre el cauce del río Atuel. Así, cortaron el agua que antes llegaba al Oeste de la provincia de La Pampa por el río Chadileuvú (así se llama el Atuel en La Pampa). Aún hoy están en litigio con Mendoza por este tema. Claman y reclaman que les devuelvan el agua. Claro que también hubo desmontes masivos de bosques de caldenes. Dentro del auto voy en silencio, sin música, y delante de mí tengo a esa recta de casi doscientos kilómetros, interrumpida por un par de curvas abiertas. Estoy bien de tiempo. Tengo que llegar a Cipolletti para cenar con mi amiga Vale y su familia y, al día siguiente, me espera San Martín de los Andes. El objetivo de este viaje es hacer una cabalgata de cuatro días por la zona del lago Paimún, al pie del volcán Lanín. Pero ahora, en este paisaje horizontal de un verano aplastante, tengo la mente en blanco. Pongo el limitador de velocidad en 130 kilómetros por hora, porque acá es fácil distraerse y, en un santiamén, estás arriba de los 160. Y en otro santiamén, dado vuelta, con las ruedas para arriba, por una mínima distracción. Cada dos por tres hay carteles que dicen cosas como ¡Pare y descanse! o Se quedó dormido y así terminó, y al lado hay un auto chocado.

A las dos de la tarde paso por Chacharramendi. Quién vive acá, qué hacen, qué están haciendo ahora, un mediodía de enero en lo profundo de esta llanura devastada, con un calor impertérrito de 36 grados. En 1901, aquí se instaló Fernando Seijó, un vasco. Abrió una pulpería y le puso Txatxarramendi. Después la vendió, pero el nombre quedó. Paso por La Reforma y entro en un tiempo espectral, de meditación. En Wikipedia dicen que por acá anduvo Juan Bairoletto, el Messi de los bandidos rurales. Si me lo cruzo, le pediría que pose para una foto, en el medio de esta recta del demonio, con el sol bien cenital. Ya sé que Bairoletto está muerto, pero en este camino, todo puede pasar. Tal es el trance que, en un momento, me sorprende en el horizonte la silueta del cartel que anuncia Bienvenidos, hotel de la Conquista del Desierto. Eso quiere decir que ya crucé, que ya conquisté el desierto. El tiempo pasó a un ritmo diferente al de mis expectativas. Falta menos.


La cabalgata de Augusto

Hay un volcán. Hay un lago. Hay un bosque (¿o son tres?). Hay un mallín. Hay un ave que canta pero que no se la ve. Hay huellas de puma. Son frescas. Hay una barba del diablo (Usnea usnea) que sólo crece en lugares donde el aire es puro. Hay un plan que consiste en andar a caballo cuatro días por este volcán, por este lago, bosque, mallín, ave, puma, aire, por este Parque Nacional Lanin, Seccional Paimún, por este Pewenmapu, por este Territorio Mapuche. Ese es el plan de Augusto Gorchs, un guía de montaña alternativo, de esos que nunca tienen la propuesta clásica, que nunca ofrecen la vueltita a caballo hasta el mirador. No. Augusto propone lo que nadie propone en esta esquina de la Patagonia. Esta es una cabalgata de cuatro días, acampando por donde no hay campings, y dándole una vuelta completa al lago Paimún, acariciando el límite con Chile. Él cocina, prepara los desayunos, arma los campamentos, hace un fuego aún si está lloviendo y demases. No toca la guitarra, pero siempre lleva una. No es chistoso, pero tiene ese humor pícaro, a veces ácido. No le gustan las galletitas del surtido Bagley, pero te espera con pan casero tostado a la parrilla, con dulces también caseros, hechos por él. Cuatro días andando a caballo, durmiendo al aire libre, al pie de un volcán sagrado, a través de un bosque también sagrado. Escuchando el canto de un ave que nunca se la ve. Este es el plan de Augusto.

Desde Muñiz hasta Junín de los Andes hay 1523 kilómetros, según el odómetro de mi auto. Desde Junín de los Andes hasta la costa del lago Paimún hay sesenta, que se hacen en dos horas de auto. La cabalgata empieza en la casa de la familia Figueroa. Toda esta zona pertenece al Pewenmapu, dentro del Parque Nacional Lanín. La casa de la familia Figueroa está a tiro de piedra del lago Paimún. También está al pie del volcán Lanín, aunque justo desde este punto no se lo ve. “Es que está ese cerro que ves ahí, que se llama Litrán, pero le dicen boludo porque tapa al Lanin”, dice La Peco Herrera, Silvana, la jefa de la familia Herrera Figueroa.

Para armar toda la logística de esta cabalgata, Augusto contrata a Enrique Figueroa. Además, es guía habilitado por el Parque Nacional Lanín, con lo cual, tiene el permiso para andar por esta área protegida. Después de que Quique y Augusto preparan los caballos, esta travesía arranca. 

Siempre hay una incomodidad al subirse a un caballo. O algo en la montura, o algo en las cinchas. La postura dice cosas de quien monta: revela si es su primera vez, si ya lo hizo algunas veces pero mucho tiempo atrás, o si lo hace regularmente. 

Victorica (19), por ejemplo, que ya montó algunas veces pero que una vuelta se cayó del caballo, dice que tiene miedo. De Pedro (15), que es su primera vez, no se sabe qué siente porque se resguarda. La adolescencia lo envuelve, lo distancia, lo protege. Jorge (55) tiene dolores en distintas partes del cuerpo y le cuesta el movimiento de subirse al caballo. Cuando finalmente lo logra y se sienta sobre la montura, estruja los músculos del rostro. Augusto y Enrique están como pez en el agua, o como gaucho arriba del caballo.

Siempre hay una incomodidad pero, a poco de andar, eso se olvida. O sea, sigue estando, pero ya no se le presta atención. Ahora, todos los sentidos se desvían al paisaje. O, mejor dicho, al Lanin, que nos queda a la derecha. 

“Tiene 3.776 metros de altura, y todos los cerros que lo rodean, apenas si alcanzan los 2.000. O esa que sobresale mucho del resto. Por eso siempre fue una referencia y siempre tuvo un valor cultural y religioso muy fuerte para las poblaciones que vivieron acá desde hace mucho tiempo. Y para las que ahora viven acá”, dice Augusto. 


Del chucao al Barbecho

En esta cabalgata hay dos escenarios que se transitan, que se habitan. El bosque y el no bosque. El bosque tiene un ave que es hábil para el ocultamiento: el chucao. Su nombre científico es Scelorchilus rubecula. Mientras andamos por este bosque norpatagónico, lo escucho cantar. “Chucao”, dice (o los humanos interpretamos eso). Intento divisarlo, pero no lo veo. Otra vez canta. Otra vez lo busco. No lo veo. Augusto se ríe y me dice que es muy difícil de ver. Vuelve a cantar y vuelvo a mirar. Eso se va a repetir durante estos cuatro días y voy a volver a mi casa sin haberlo visto, pero con el canto en mi retina auditiva, si es que eso existe. Una semana más tarde, cuando vuelvo a tener señal de celular, lo googleo. Voy a la página del Sib (Sistema de Información de Biodiversidad de Parques Nacionales). Aparece una foto. Mide veinte centímetros, tiene cejas, garganta y pecho anaranjados, y el abdomen es gris oscuro con líneas blancas. Dice que viven en bosques húmedos, en áreas de vegetación densa, entre cañaverales, y no van más allá de los 1600 metros de altura. No migran. Se quedan todo el año acá, en el bosque andino patagónico de Neuquén y Chubut. Hay un dato más que me llama la atención: es terrícola. Si yo fuera cantautor, le haría una canción.

Vivo en San Miguel y mi mamá cuenta que, cuando era niña, a mediados de la década del 30, su papá la llevaba a ella y a sus hermanos hasta la parte alta del terraplén por donde pasaban las vías del tren. Y desde arriba miraban hacia el otro lado, que era campo. Había apenas un puñado de casas. Hay un deseo en ascender para ver qué hay más allá. Augusto nos lleva hasta la cumbre del cerro Barbecho, de 1700 msnm (metros sobre el nivel del mar), para ver más allá. Es una montaña bajita, no muy conocida, que no figura en GoogleMaps aún haciendo el máximo de zoom. “Pero tiene una vista privilegiada del volcán Lanín”, dice el guía. Una vista con privilegios.

Las personas que vienen a subir el Lanín lo hacen por el lado opuesto al que estamos nosotros. De ese otro lado hay casa de guardaparques, destacamento de Gendarmería, sendas bien marcadas, refugios. De este lado, nada construido. Tampoco hay gente; sólo este grupo guiado por Augusto. Sí, hay privilegios. Vemos la cara sudoeste del volcán, con sus hielos que cubren la cumbre. Hasta hace un tiempo, les decían hielos eternos. No sé a quién se le habrá ocurrido ese término, pero me da un poco de pena por lo inocente. Por aquí dicen que esos hielos se retraen, que el glaciar está perdiendo superficie, que es por el calentamiento global. Bueno, últimamente, todo es por el calentamiento global. Lo cierto es que desde el Barbecho, el Lanín se ve monumental, gigante. Pero desde la cumbre del Lanin, a 3776 metros de altitud, el Barbecho casi no se distingue, parece una mancha ocre en medio del negro del escorial. Lo que sí se ve son las cumbres de otros volcanes, los del cinturón de fuego de Chile, conocido así porque varios de ellos permanecen activos, echando humo, a veces columnas de cenizas. También hay algo confuso en la línea del horizonte. Desde la cumbre del Lanín, a la hora del amanecer, los azules matizan, confunden al ojo humano. La escritora Rebecca Solnit habla del azul de la distancia. “Desde hace muchos años me conmueve ese azul en el extremo de lo visible, ese color de los horizontes, de las cordilleras, de cualquier cosa situada en la lejanía. El color de esa distancia es el color de una emoción, el color de la soledad y del deseo, el color del allí visto desde aquí, el color de donde no estás.” 

La cumbre del Lanín tiene unos cien metros por cincuenta. Estar parado sobre ese pedacito de hielo, cuando alrededor se extiende el mundo, es un tornado de emociones: te giran la angustia, la euforia, la impotencia, el ahogo en la garganta, la alegría, la incertidumbre. También te tiemblan las piernas, pero no por la emoción, sino por el agotamiento. En el año 2000 no había cruz, como suele haber en las cimas. En el centro de ese diminuto campo de hielo, asomaba una virgencita del tamaño de un mate. Durante un amanecer diáfano, hacia el Oeste se podía ver ese azul de la distancia. Más abajo, una superficie negra, amplia, despojada, polvorienta, que terminaba en un manto de un verde. Ahora, en enero de 2023, la cabalgata que guía Augusto pasa por esa superficie negra (el escorial de lava del volcán Lanín), y por ese manto verde, que es un bosque de araucarias.

“Pensá esto -anticipa Augusto, arriba del caballo, yendo al paso por el escorial, durante un mediodía soleado-. Todo este campo inmenso que estamos pisando es lava solidificada, producto de la última erupción del Lanín. Eso fue hace mil años. Muchas de las araucarias que están ahí, delante de nosotros, tienen más de mil años. O sea que estuvieron acá cuando el volcán hizo su última gran erupción.” Así como el Lanín, la araucaria fue y es un símbolo cultural y espiritual fuerte para las comunidades mapuches. Le dicen pehuén, o pewén. Crece solamente en esta parte de la patagonia andina y, desde tiempos inmemoriales, es adorado por los pueblos originarios. “Para la cultura del Pewenmapu, es decir, del Territorio del Pehuén, el piñón es tan importante que hasta merece rogativas -dice el politólogo Adrián Moyano- También hay tayül para los piñones y los pehuenes. El tayül es un canto de carácter sagrado que todavía hoy se entona para pedir permiso antes de la recolección y para agradecer. Además, el piñón es tan generoso que inclusive se puede obtener una bebida ligeramente alcohólica de su fermentación.

¿Y la felicidad?

Al mediodía de la segunda jornada de cabalgata, Augusto nos lleva a almorzar a una pequeña laguna. Tan pequeña que, para verla en GoogleMaps, hay que hacer zoom. Mucho zoom. Está rodeada por bosques de pewenes y coihues. El sol de enero pega fuerte, así es que buscamos una sombra. Hay tábanos. Siempre hay tábanos en enero. Pero nos las arreglamos para comer unos sánguches de una carne que sobró de anoche, y hasta dormimos una siestita.

Hace diez años participé de una travesía en canoas de cinco días. Una mañana me desperté en la carpa con el golpeteo de la lluvia. Miré el reloj y eran casi las siete. Escuché que alguien iba y venía. Abrí el cierre de la carpa y vi esto: las montañas tapadas por las nubes, el lago Paimún se percibía ennegrecido, llovía, Augusto iba y venía. Salí de la carpa y me acerqué a él. “Buen día”, me dijo susurrando, como para no romper el hechizo. Estaba arrodillado, intentando encender un fuego bajo la lluvia. Había estado buscando pequeñas ramas secas en medio del aguacero. Tenía una caja de fósforos de esos que encienden en cualquier condición. Ponía una ramita, le acercaba el fósforo, soplaba suave y así. Hasta que en un momento, pum. Encendió. No vi que Augusto se hubiera puesto contento con el logro. Seguía ahí, con la vista puesta en el fuego naciente. Humeaba también, pero con llama. Cuando el fuego se armó, acercó un caldero. Unos minutos después me acercó un mate. Todo sucedió sin cruzar palabras. Sus clientes, los que estaban participando la travesía, dormían.

Hay una charla TED del director de cine Sebastián De Caro en la que, en un momento, habla de lo que es la felicidad para él. Dice que un día iba caminando por la Avenida Corrientes y que vio a un señor con una sonrisa que a De Caro le transmitió que, en ese momento, ese tipo no necesitaba nada. “Tal vez les pasa que hay veces que ven a personas que están jugando con una pelota, o cocinando o corriendo, que dan la sensación cabal de que no necesitan nada más en el mundo.” Después, De Caro asegura que la felicidad es algo que está pospuesto. El sistema te dice que vas a ser feliz cuando logres lo que te falta. Que vas a ser feliz cuando tengas un hijo, vas a ser feliz cuando te recibas, cuando seas flaco, cuando tengas el auto, y cuando tengas el auto te va a faltar la mina, y cuando tengas la mina, te va a faltar la computadora. Y así. Dice que nos venden que la felicidad está pospuesta, pero que, en realidad, hay un secreto que nadie devela: la felicidad la tenemos todos los días al alcance de la mano. Augusto me transmitía eso en aquella travesía, hace diez años, y también ahora, en esta cabalgata, en este bosque sagrado, al pie de este volcán sagrado, a orillas de este lago, con esta ave que canta pero que no se la ve. Chin pum ✪.  

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