La historia del montañismo argentino tiene grandes protagonistas y Alberto del Castillo es uno de ellos. Sin embargo, su vida no llama tanto la atención por haber escalado el Torre cuando lo hacían unos pocos, o haber sido un pionero en el Hielo Patagónico Sur. La historia de su vida podría estar perfectamente en un guión de cine y sería de esas películas que te mantienen en vilo y que, cuando termina, es inevitable llorar de emoción. Por eso, es probable que al final de esta nota se te caigan un par de lágrimas.
Reportaje publicado en la edición impresa #7 de Ochentamundos, de junio de 2012
Escribe Carmen Ochoa. Saca fotos Guillermo Gallishaw
No te preocupes por el futuro. O preocúpate sabiendo que preocuparse es tan efectivo como tratar de resolver una ecuación de álgebra masticando chicle. Lo que sí es cierto, es que los problemas que realmente tienen importancia en la vida son aquellos que nunca pasaron por tu mente, ésos que te sorprenden a las cuatro de la tarde de un martes cualquiera…”
(Fragmento de “Usa protector solar”, columna escrita por María Schmidten el Chicago Tribune, transformada luego en una pieza musical, por Baz Luhrmann).
A los 12 años, cuando Alberto del Castillo vivía en Ituzaingo (Bs As), decidió alejarse de la seguridad que le ofrecía la cuadra de su casa y salir a pedalear un poco más allá… Así que, en compañía de sus amigos, se fijó un objetivo que parecía cercano: llegar a Luján. Pedaleó y pedaleó… ¡pero no llegaba más! Le habían calculado 45 kilómetros… pero la imponente Basílica seguía muy lejos. Igual, no aflojó. Y cuando por fin lo logró, se dio cuenta de que no había sacado bien la cuenta: ¡aún tenía que volver! Llegó a su casa a las once de la noche, después de haber desaparecido todo el día. ¡Sus papás lo querían matar! Sin embargo, y sin que él lo supiera, aquel trip fue el puntapié que marcó su forma de tomar decisiones.
Hay personas que no necesitan presentación, ya que su perfil público es altamente conocido por todos. Lo mismo sucede en el ambiente del montañismo: algunos personajes están grabados en nuestras mentes porque, de una u otra forma, han llegado a nosotros, probablemente, por sus logros. Alberto del Castillo no es el caso: él sí necesita presentación. Alberto es de esas personas que te cruzás casualmente y que, aún después de charlar un rato, ni te imaginás que escaló una de las montañas más difíciles del mundo, o que fue de los primeros en explorar el Hielo Patagónico Sur. Es un grosso en el cuerpo de un tipo humilde. Pero más que sus logros (que realmente son impactantes), lo interesante de Alberto es su vida: genera motivación. Al terminar de leer esta nota, estoy segura de que no vas a ser la misma persona…
“Ah, y ahora también vuelo…”, me dice hoy Alberto del Castillo y me convida un mate amargo. En el patio de su casa, los perros juegan activamente, los pájaros cantan al sol y el aroma de las lavandas flota en el aire. Así de apacible es su lugar, y esta enérgica pero armoniosa paz es la que también transmite Alberto con su positiva forma de ver la vida, a pesar de no haber estado exento del sacrificio y el dolor.
–¿Cómo es eso de que volás?
–Sí, hace un tiempo descubrí el parapente y ¡me encanta! Vuelo con la Asociación Límite Azul, de Balcarce. Tengo un lindo grupo de pilotos amigos con los que nos juntamos a volar y comer asados. Mi mejor vuelo fue frente al glaciar Perito Moreno. Justo la otra vez, en la puerta del colegio, la madre de una compañera de mi hija me dijo: “¡¿Con todos los problemas que tuviste, no pensás que te podés matar con el parapente?!”. Así que le repetí la explicación de siempre: que es más peligroso manejar en la ruta, que todos los días se muere más gente en accidentes de tránsito y nadie se inmuta, o que a diario matan a un tipo de un tiro en la ciudad y todos lo ven como algo normal… Pero claro, si un tipo se muere en un parapente o en el Everest es nota durante una semana ¡y encima dicen que fue por su culpa! Pero bueno, yo sé que hacer parapente es un deporte riesgoso y que ya no tengo 20 años, entonces minimizo el riesgo. No voy a dejar de hacer algo que me gusta y me hace sentir vivo.
Ese sentimiento que lo lleva un poco más allá, el mismo que lo hizo pedalear de chico hasta Luján, parece ser el motor que tracciona la vida de Alberto. Esto de pasar de la montaña al vuelo, de la ciudad al pueblo, del dolor a la felicidad, de la pequeña empresa al grupo empresarial, y reinventarse, renovarse… Actualmente, con 55 años, Del Castillo es el dueño de Fitz Roy Expediciones, una de las empresas líderes de la Argentina en turismo activo, con base en El Chaltén. Además, es el Director del grupo de empresas turísticas Viva Patagonia.
CAMBIO DE AIRES
“Yo me crié acá, en estas sierras”, dice Alberto y señala las ondulaciones que se ven desde el gran ventanal de su casa, en Tandil. “Mi viejo era de Buenos Aires, pero mi mamá nació acá, así que yo me pasaba todas las vacaciones de verano en las sierras. Me escapaba con mis primos y volvíamos a la tarde todos sucios, después de haber estado escalando, cazando bichos o investigando. Es que cuando yo era chico, estas sierras eran como un Everest para mí, y escalar aquella montañita era como un sueño. Cuando crecí, el sueño siguió, sólo que las montañas fueron más grandes.”
En 1985, Alberto terminó la carrera de Educación Física y, después de haber escalado en la palestra del Cenard junto a la crème de la crème del montañismo local, partió hacia El Bolsón.
–¿Por qué te fuiste, si podías trabajar en Buenos Aires?
–Me llevó la aventura y eso de escaparle a la vida tradicional y decirle NO al sistema. Suena rebelde pero es lo que trato de inculcarle también a mis hijas: “Sean ustedes mismas y no lo que el sistema quiere”. Yo no quería ser un bichito más en Buenos Aires, y llevar una vida rutinaria… Esta filosofía de vida es la que, años después, me llevó, ya como empresario, a ser un poco osado en la toma de riesgos. A veces las cosas me salían bien y otras no, pero si estaba convencido de lo que quería y veía un futuro, yo le daba para adelante.
Y lo mismo hizo al llegar a El Bolsón. A los 24 años, y sin dinero, se presentó a la concesión del camping municipal del río Azul. “Ni sabía lo que era una concesión, pero compré los pliegos y presenté mi propuesta: plantar pinos, construir fogones y nuevos quinchos. Y gané, porque fui el único que se presentó.”
Al camping le sumó primero las cabalgatas y después las travesías en kayaks, con bajadas desde el camping hasta el lago Puelo, por un circuito de 22 kilómetros por el río, que sólo unos pocos se animaban a concretar. Sin embargo, así comenzó a meterse en un mundo nuevo, que lo atraía cada vez más: el del turismo aventura.
–¿Cuándo fue el despegue del camping a la empresa turística?
–Un día, durante mi segunda temporada, conocí a un guía australiano que pasó por El Bolsón. Se quedó en mi casa, salimos a la roca y me invitó a viajar a Australia. Y así lo hice. Agarré una mochila y me fui a Blue Mountains, promediando la década del ‘80. Allá trabajé como guía en la empresa de turismo de mi amigo, comencé a rodearme de guías sherpas, y adquirí el know how del negocio turístico que necesitaba para crecer comercialmente. Pero sobre todo, descubrí el significado de la palabra trekking, cuando en la Argentina todavía no existía. Así que al volver, trabajé un verano más en El Bolsón hasta confirmar que la zona aún no estaba preparada para lo que yo quería hacer. Fue entonces cuando decidí irme a El Chaltén, donde también estaban las montañas que más me gustaban, esas que yo siempre había querido escalar.
DE LA NADA A LA GLORIA ME VOY
Cuando Del Castillo desembarcó en El Chaltén, el pueblo llevaba pocos años de vida (fue fundado en 1986) y los únicos que llegaban a la zona eran montañistas con el fin de escalar los imponentes cerros Torre y Fitz Roy, así que los senderos que se podían transitar sólo eran los que llevaban a los campamentos base; la zona aún estaba lejos de ser la Capital Nacional del Trekking. El resto del Parque Nacional Los Glaciares, a los alpinistas grossos no les importaba. Nadie quería perder su tiempo recorriendo otras zonas, ni siquiera los pobladores originales, que sólo caminaban hasta donde pastaban sus ovejas, sin adentrarse más.
“La ansiedad por explorar no existía”, dice Alberto y se le encienden los ojos mientras recuerda apasionadamente aquella época donde, para los primeros escaladores que se asentaron en la zona, había todo un mundo por descubrir. Él mismo la recuerda como una etapa increíble. Los pocos argentinos que se animaban a escalar, sin contar con ninguna infraestructura del pueblo (ya que todavía no había hoteles ni tiendas donde comprar equipos o alimentos) se instalaban directamente en los campamentos. “Era como una comunidad donde podías escalar con cualquiera, porque ya nos conocíamos todos, el ambiente era muy chiquito.”
En aquella época de finales de los ’80 y principios de los ‘90, quien llegaba allí era porque se había enterado de boca en boca. El Fitz Roy era un mito, y se hablaba de Bariloche como un paso obligado para la escalada, y de Yosemite como algo lejano. El Torre solo era una montaña destinada para los extranjeros, por la técnica y su clima adverso. “Además, no era tan fácil llegar ni transportar todo, desde la comida hasta los equipos, pero sobre todo porque quienes escalábamos en esa época no teníamos ¡NI-UN-MAN-GO! Hoy todo es más accesible: tenés un pueblo donde podés comprar cosas, la mayoría de los escaladores trabaja de guía y podés vivir de esta profesión. Nosotros éramos guías pero vivíamos mal. Teníamos una guiada cada 10 días y, con la plata que ganábamos, queríamos vivir y seguir escalando”, recuerda Alberto.
Pero de a poco, El Chaltén fue creciendo, y Del Castillo desembarcó con el fin de afianzarse definitivamente. Entonces, junto a su amigo Claudio “el Gringo” Schurer Stolle, levantaron su carpa en el patio trasero de la hostería Fitz Roy Inn, y comenzaron a trabajar como guías.
“El dueño de la hostería nos dejaba comer y ducharnos ahí, pero vivíamos en la carpa y llevábamos a sus huéspedes a escalar. Suena muy sacrificado, ¡pero para mí era la gloria, no me molestaba nada vivir en carpa! Hoy, disfruto de mi cómoda casa, pero también me hace feliz descansar debajo de un sauce, al lado de un río, con mi kayak, mi mujer, los amigos y un vinito.”
HACIA LOS HIELOS CONTINENTALES
“¿Qué hacés acá?” La pregunta sonó como un grito en la inmensidad de un paisaje blanco y se la llevó el viento. Era la leyenda viva del montañismo, Ermano Salvaterra que, camino al glaciar Torre, se cruzó con Alberto del Castillo mientras guiaba a un grupo de turistas, cuando sólo los aventureros indomables se animaban a llegar hasta ese lugar.
–Estoy con unos clientes –respondió el ¿osado? Del Castillo.
–¡Naaa! no vas a poder hacer nada acá. El viento no te va a dejar venir nunca –sentenció fríamente Salvaterra.
El Hielo Patagónico Sur era algo místico y casi inaccesible en esa época. Una zona totalmente inexplorada, castigada por el viento y el mal clima. Sin embargo, Del Castillo se animó y le hizo frente a una naturaleza que parecía estar más allá del bien y del mal. “Yo quería ver qué había más adelante, como siempre. Así empecé a avanzar, cada vez más, y después sumé clientes, hasta que un día dije: ´me voy a animar dar la vuelta al Hielo con la gente´.”
Entonces, comenzó la primera vuelta, la segunda, la tercera… hasta que el trekking por el Hielo Patagónico Sur creció como un nuevo destino. “Los dos primeros años me costó llevar gente, pero después fue un destino pedido por los visitantes y ¡hasta llegamos a ser seis empresas operando este circuito!”
Los extranjeros comenzaban a llegar a El Chaltén, en grupos turísticos y organizados, a la espera de ser guiados a los campamentos Base, al pie del glaciar Torre. Como no había hotelería, pasaban el día junto a su guía, que no conocía la zona y no sabía a dónde llevarlos… Fue entonces que Alberto nuevamente descubrió una necesidad. “Descubrí que los circuitos existentes de trekking se podían ampliar, y entonces pensé en llevarlos un poquito más allá. Así fui avanzando, descubriendo nuevos senderos y lindos miradores, y peleándome también con los guarparques, que no me dejaban avanzar por los agrestes caminos, hasta que años después los integraron a los mapas.”
–¿Cómo era la comercialización de las actividades en esa época?
–Vendíamos el circuito de antemano, manejándonos con empresas extranjeras. Estas compañías habían empezado a implementar las salidas de trekking a los campamentos base de las grandes montañas del Himalaya, mientras que en Latinoamérica se movían por la Cordillera Blanca del Perú. Sin embargo, en esa zona, justo comenzaban los conflictos políticos con la guerrilla de Sendero Luminoso, así que las empresas suspendieron ese destino, a pesar de que contaban con clientes interesados en viajar a Latinoamérica. A partir de esto, empezaron a enviar gente a la Patagonia, comenzó a desarrollarse el trekking en nuestra zona, nosotros comenzamos a figurar en los folletos de las empresas extranjeras, y a mí me buscaban como guía local.
–¿Y cómo te comunicabas con ellos?
–Obviamente, no había e-mail. ¡En El Chaltén ni siquiera había teléfono! Yo tenía una radio BLU, y con ella me comunicaba con un par de empresas de Buenos Aires. Después le compré a Martín, un amigo que vive en El Calafate, una máquina de fax. Entonces, las empresas le faxeaban las reservas a Martín, él me hacía llegar el fax, yo lo recibía a los dos días en forma de carta, tipeaba en una máquina de escribir la respuesta, lo enviaba nuevamente por micro y, cuando Martín lo recibía, lo faxeaba al extranjero. Así comenzó mi relación con las empresas de afuera.
Cuando las salidas comenzaron a fluir, Alberto empezó a delegar trabajo a otros guías a cambio de una pequeña comisión por la organización del viaje. “Así también comencé a organizar nuevos viajes y destinos, para las empresas extranjeras. Yo les decía: `Si vienen y hacen una caminata al campamento base del cerro Torre y el Fitz Roy, en dos días… ¿por qué no se quedan 5 y hacemos un circuito de trekking?”
–¿Cómo se te ocurría inventar nuevos formatos y circuitos de viaje?
–Empecé a investigar los catálogos extranjeros que me mandaban, y vi que en el Himalaya los trekkings duraban 5 o 7 días, con campamentos incluidos. Entonces, además del circuito que ya tenía implementado, hablaba con la gente del pueblo y coordinaba todo: caballos, comidas, guías y transportes. Cuando llegaba el grupo, yo tenía las carpas, la comida, los calentadores, los caballos… ellos solo traían su bolsa de dormir, y los circuitos de trekking comenzaron a salir de un punto para llegar a otro.
LO QUE NO TE MATA, TE FORTALECE
El desarrollo profesional de Alberto fue paralelo al crecimiento de su familia. De joven, entre los montañistas del CenARD, también conoció a Paula Marechal, una de las primeras mujeres escaladoras de la Argentina. No recuerda bien cómo fue ni qué le dijo, pero en 1992 la invitó a venirse a El Chaltén y ella aceptó. Así comenzaron a vivir juntos, tuvieron tres hijas y formaron una hermosa familia. Entonces, cuando Fitz Roy Expediciones, la empresa de Alberto, ya estaba encaminada, las nenas en la escuela y el jardín, Paula trabajando como guía, y compartiendo las tareas administrativas con las del hogar… un golpe duró llegó para opacar la felicidad.
“Paula enfermó de leucemia”, recuerda Alberto. Su animada voz se entrecorta y sus ojos vuelven a brillar. Se acomoda en el sillón, deja a un lado el mate, se toma las manos y sigue. “Entonces, nos mudamos todos a Buenos Aires”. Pero, frente al shock de la enfermedad, el cambio de ambiente y la cercana presencia de la muerte, era imposible imaginarse entre el caos de la ciudad. Así que Alberto no pudo volver. “Hacía muchos años que yo me había alejado de Buenos Aires… sentía mucha repulsión por la ciudad, entonces me alquilé una casita en Los Cardales. A Paula la internaron en el Hospital Británico, y yo viajaba todos los días para verla”.
El terrible proceso de convivir con la enfermedad duró dos años, entre tratamientos de quimioterapia, internaciones y un trasplante de médula, hasta que Paula falleció.
¿Cómo hizo Alberto para no caer en el letargo del dolor y seguir? ¿Cómo pudo despertar cada mañana, sin su esposa y lejos de sus montañas? ¿Qué lo motivó para mantenerse al frente de su empresa para seguir creciendo? Sus respuestas suenan tan metódicas, como si la pena fuera superficial, y no le creo.
“¿Sabes lo que pasa? Yo siempre veo el vaso medio lleno, soy optimista por naturaleza y no veo la vida como una cosa negativa. Siempre fui así. Entonces, de la misma manera me tomé la muerte de Paula. Yo sabía que ella estaba mal, pero también estaban mis hijas, entonces sí o sí comencé a pensar lo que podía pasar cuando ella ya no estuviera. Pero no como una sensación… más bien lo pensé como una obligación. Por un lado, era obvio que yo quería que siga viva, y no podía imaginar la posibilidad de que muriera pero, por otro lado, tenía que pensar en cómo iba a seguir si ella moría. Así que eran sentimientos encontrados todo el tiempo.
De todas formas, para mí la muerte es como parte de la vida. Justo mañana se cumplen 10 años de su muerte, y es como si nunca la hubiéramos enterrado. Ella está siempre presente: en la charla con mis hijas, en las fotos de la casa…no escondemos el dolor. Puedo sentir tristeza o nostalgia, pero la recuerdo todo el tiempo: en la sierra, en la montaña, viendo un amanecer… A veces pienso que me gustaría poder compartir situaciones con ella, pero a la vez siento que, en ese momento, ella igual está conmigo. Ojalá mis amigos y mis hijas me recuerden de esa forma, y así también puedan seguir recordando a su madre, porque la verdad es que fue mucho más triste lo que ellas sufrieron.”
Es que eso sí fue lo que paralizó a Alberto: ver el dolor de sus hijas ante la muerte de su madre, y no poder hacer nada para remediarlo. “Tener que sentarlas a las tres en una habitación, para decirles: `mamá murió´, fue el peor momento de mi vida y, salvo que les pase algo a ellas, jamás existirá otro igual de terrible. Ahora, después de eso, siento que ya nada puede causarme ningún dolor, porque esa situación me puso una gran coraza que me protege de los dolores sin sentido.”
Y le creo.
EL DIA DESPUÉS
Antes de la muerte de Paula, Alberto ya había vivido otro dolor grande que fue la muerte de su madre, en un accidente de tránsito, mientras vacacionaba en Tandil; ese fue de un día para el otro. Él tenía 20 años, y recién ahí se dio cuenta de todo lo que no le había dicho, y de todo lo que no había valorado. Por eso, la muerte de su esposa, fue como la confirmación de que a la vida hay que vivirla y disfrutarla, porque nunca se sabe lo que puede pasar mañana, así que mejor valorar el ahora, no temerle a la muerte, sino más bien aprovechar la vida. Por eso siguió adelante. Se estableció en Nuñez con sus hijas y, desde Buenos Aires vía Internet, manejó su empresa a la distancia. De todas formas, como la ciudad ya no era su lugar, buscó algo intermedio a su naturaleza y volvió a las sierras de su infancia, en Tandil. “Hoy, gracias a la tecnología, estoy conectado todo el tiempo con mis empleados, y chequeo informes semanales y diarios, a pesar de vivir a 2.500 kilómetros de distancia del punto donde tengo los negocios.”
Cuando uno relata los hechos en un texto como este, tiene una limitación infranqueable: el paso del tiempo. Además de la fuerza de voluntad, de pelear día a día con el dolor, de superarse… además de todas las virtudes que Alberto pudo haber aplicado en ese terrible momento, el paso del tiempo fue haciendo su trabajo. Un trabajo que no puede hacer nadie más que el tiempo. Y probablemente fue él (el tiempo) quien le presentó, en el momento justo, ni un minuto antes y ni uno después, a Julieta Gaviña.
“Conocí a Julieta, la pediatra de mis hijas, y me enamoré. Cuando le propuse mudarnos a Tandil, ella dejó todo lo que tenía en Buenos Aires y se vino conmigo a formar parte de mi familia. Ella podría haber seguido desarrollándose profesionalmente en la ciudad, pero hoy en el pueblo practica la pediatría a domicilio, que en Buenos Aires ya no existe. Fue todo un cambio de vida para ella. Le encanta, y yo estoy muy agradecido y feliz con nuestra familia.”
Lo escucho y pienso que eso es la vida. O, al menos, eso es la vida para Alberto. La felicidad, el dolor desgarrador y, reinventado, renovado, habiendo madurado, otra vez la felicidad.
–¿Cómo te imaginás en el futuro?
–En realidad no me imagino, porque vivo el día a día y siento una juventud eterna. Tengo 55 años, y lo bueno de la vejez es que no te das cuenta de que te estás poniendo viejo. Sí me veo todavía haciendo muchas actividades, con muchos proyectos que, pueda o no concretarlos, igual está bien, porque significa que aún tengo sueños y sé para donde quiero ir. Recuerdo un video que vi en YouTube llamado “Usa protector solar”… ¡está buenísimo! Una de sus frases, que para mí es súper importante, dice que los problemas que realmente importan en la vida son los que te sorprenden a las cuatro de la tarde de un martes cualquiera.
Y así es. Es que eso fue lo que sintió Alberto cuando su mujer lo llamó y le dijo: “tengo leucemia”. Todo lo que él pensaba que era un problema, dejó de serlo. Y, a partir de eso, ahora, trata de no preocuparse por las trivialidades de la vida. “Ojo, no soy Mahatma Gandhi, Sai Baba ni Krishna Murti. Tengo mis altibajos… pero cuando comienzo a preocuparme, replanteo la situación y me pregunto a mí mismo: Pará, pará… ¿me estoy calentando por esto? En esta sociedad, y sobre todo en las grandes ciudades, la gente vive a lo loco, pensando en que es inmortal. Sin embargo, quienes hacemos deportes de riesgo lo vivimos de forma contraria, valorando más la vida, porque en realidad aprendimos a entenderla, a disfrutarla y no queremos perderla. Yo estoy feliz de todo lo que hice, podría haber intentado hacer muchas cosas más. Casi voy al Nanga Parbat, con una expedición de amigos, pero ya tenía casi 50 años y sentí varios dolores físicos, por eso no lo pude hacer. En algún momento iré y haré un trekking para disfrutar de la misma forma en que lo hubiera hecho en aquel momento. Ahora vuelo en parapente, y esta buenísimo, así que también tengo nuevos objetivos relacionados a esta nueva actividad.”
–Y con respecto a Julieta, Josefina y Carolina, tus hijas. ¿Qué enseñanza te gustaría dejarles?
–Ante todo, la filosofía de disfrutar de la Naturaleza. No existe ningún parque de diversiones más entretenido que la Naturaleza misma. Vinimos al mundo despojados de todo, y hoy las nuevas tecnologías en la indumentaria están buenísimas, igual que las últimas zapatillas de trekking, pero lo que uno puede percibir en la Naturaleza, como el rocío de la mañana, una nevada repentina, un río que corre lento o un animalito que te cruzas por ahí, no se compara con nada. Ese es el legado que me gustaría dejarles: que, a pesar de que viven en un mundo desarrollado, sepan aprovechar las nuevas tecnologías para disfrutar mejor de la Naturaleza… Y que usen protector solar, claro. ✪